Crueldad sin palabras: la llamada “Operación Limpieza” de Carazo

El 8 de julio de 2018 quedó sellado como el día más triste en la historia de Carazo. Aquella madrugada, antes del amanecer, más de dos mil paramilitares y agentes de la policía, armados hasta los dientes y respaldados logísticamente por el Estado, sitiaron las ciudades de Jinotepe, Diriamba y Dolores. En menos de 12 horas ejecutaron una ofensiva brutal contra ciudadanos desarmados que se manifestaban por la democracia. La dictadura sandinista de Daniel Ortega y Rosario Murillo lo bautizó cínicamente como “Operación Limpieza”. Fue, en realidad, una operación de exterminio. Una crueldad sin palabras.

La represión no fue espontánea. Fue una acción cuidadosamente planificada y ejecutada con tácticas militares contra la propia población civil. Los testimonios recopilados por organismos nacionales e internacionales coinciden: se cortó la electricidad, el internet y las telecomunicaciones para aislar la zona; se atacaron hospitales, iglesias y viviendas; se utilizaron armas de guerra contra jóvenes con banderas azul y blanco. Carazo fue sometido a punta de balas, con una violencia pocas veces vista en la larga lista de guerras civiles de Nicaragua.

Yo recuerdo a Carazo con profundo cariño. Allí pasé un par de mis años universitarios. Es un pueblo vestido de verde, con cafetales que adornan las colinas y con una gente que te recibe con una taza de café y una sonrisa sincera. Pero esa madrugada, el departamento se convirtió en escenario de una masacre. Jamás pensé que una tierra vestida de tanta nobleza y fraternidad fuera herida tan hondo por la sombra del horror.

Los informes del Grupo de Expertos de la ONU sobre Nicaragua (GHREN) y del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) han documentado con precisión que estos operativos, lejos de ser acciones aisladas, respondieron a una cadena de mando institucional, con órdenes directas de la pareja presidencial. La frase “Vamos con todo” —identificada como consigna operativa— se convirtió en mandato de muerte.

Detrás de cada víctima hay una historia que desgarra. Jóvenes como Alejandro Ochoa, José “Chema” Narváez, o Gerald Barrera, padre de dos niños, acribillado cuando regresaba del trabajo. Pero hay un caso que me marcó para siempre, no solo por su crueldad, sino porque conocí de cerca el sufrimiento de su madre.

Josué Mojica Velásquez tenía 17 años. Era delgado, alegre y apasionado por el fútbol. Estudiaba en el colegio La Salle y practicaba el mismo deporte al que tantos años dediqué yo también: el taekwondo, disciplina en la que había ganado una medalla de plata. Quizá por esa afinidad deportiva me sentí poderosamente conectado con Josué, “Fetito”, como le decían sus amigos, pero sobre todo por la fuerza del amor con que su madre, Elizabeth Velásquez, me compartió su testimonio.

Elizabeth recuerda que el 8 de julio, Josué salió temprano de casa con su mochila y su bandera, convencido de que sumarse a las protestas era su deber cívico. Pese a los ruegos de su abuela, caminó hacia la barricada con la convicción de quien siente que su patria es sagrada.

Horas más tarde, cuando arreció el ataque, Elizabeth corrió desesperada a buscarlo. Llevaba una sábana blanca como bandera de paz, acompañada de vecinas que alzaban escobas con camisetas. Al llegar a la zona del tiroteo, encontró un charco de sangre en el pavimento. Cayó de rodillas y gritó: “¿Dónde está mi hijo?”. Un encapuchado le respondió: “Aquí no se ha matado a nadie. Estamos limpiando”. Josué ya estaba muerto. Su cuerpo, acribillado, fue arrojado en una bolsa plástica y enviado a la morgue. El “crimen” de Josué fue ondear una bandera y soñar con una Nicaragua libre.

Cuando me reuní con Elizabeth para documentar su testimonio, me mostró la última foto de su hijo, con la bandera azul y blanco atada al cuello. Pero la crueldad no terminó allí. En noviembre de 2019, cuando fue a dejarle flores por el Día de los Difuntos, descubrió que la tumba de Josué había sido profanada. Rompieron la lápida, destruyeron la caseta y vandalizaron el libro de cerámica donde su familia había escrito: “Nunca te olvidaremos”. Fue el único sepulcro destruido en todo el cementerio.

Aterrada, Elizabeth tuvo que velar por días los restos de su hijo, temiendo que los profanadores volvieran. Finalmente, como cientos de madres y padres, se vio forzada al exilio. Su búsqueda de justicia la convirtió también en blanco de amenazas. Hoy, Elizabeth vive en otro país, con el corazón roto, pero con una dignidad intacta que representa lo mejor del alma nicaragüense.

Han pasado siete años desde aquella masacre. Pero cada 8 de julio, el exilio nicaragüense —especialmente los caraceños— se resiste a olvidar. En Costa Rica, Estados Unidos y Europa, cientos de familias se reúnen para conmemorar a sus muertos, para mantener viva la memoria y para exigir justicia. La diáspora nicaragüense, que ya supera las 800.000 personas desde 2018, no ha bajado los brazos. La memoria es su trinchera, y la verdad, su bandera.

Pero el terror no termina con el exilio. El brazo represor del régimen cruza fronteras. El 19 de junio de 2025, Roberto Samcam, mayor en retiro del Ejército Popular Sandinista, crítico de Ortega y originario de Carazo, fue asesinado a balazos en San José, Costa Rica. Como él, otros opositores exiliados originarios de ese mismo departamento —como Rodolfo Rojas, asesinado, y Joao Maldonado, quien a pesar de las múltiples heridas que él y su esposa sufrieron logró sobrevivir— han sido blanco de atentados, secuestros o asesinatos. El mensaje es claro: ni muertos, ni exiliados, el régimen quiere dejar en paz.

Los crímenes cometidos en la Operación Limpieza no prescriben. Constituyen, según el GIEI y el GHREN, crímenes de lesa humanidad. Como tal, pueden y deben ser juzgados por tribunales internacionales. Sabemos que el régimen ha blindado sus crímenes con leyes de impunidad. Pero también sabemos que la justicia internacional avanza, aunque tarde.

La historia de Nicaragua no terminará en la represión. Terminará en la justicia. Y ese día llegará. Porque no hay futuro sin memoria, y la memoria florece incluso entre las cenizas.

En las montañas verdes de Carazo, en sus calles coloridas, en sus iglesias, y en las mesas de los hogares de buena voluntad donde la gente ofrece cordialidad como pan, la verdad no se ha dormido. Allí, entre colinas heridas y soles que insisten en salir, adornados de mar, la justicia sabrá encontrar su camino.


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